La alquimia de Morena: escuchar sin dialogar

Morena anuncia una reforma electoral y los primeros pasos que al respecto emprende la fuerza política dominante no auguran la posibilidad de que la nueva ley represente un avance en la historia democrática de México.
Los procesos electorales del país tienen problemas intrínsecos y retos derivados de las nuevas tecnologías, por un lado, y de la debilidad institucional del Estado frente a poderes fácticos, entre ellos marcadamente los grupos del crimen organizado.
La conformación del Consejo del Instituto Nacional Electoral surgió del valor entendido que descansaba en la colegialidad de ese organismo la aspiración de consensos para las decisiones más relevantes y, por ello mismo, la posibilidad de negociar tanto como fuera posible.
Ese INE es producto de una ola de reformas de medio siglo. La actual arquitectura institucional con que se organizan y dirimen las elecciones incorporó hallazgos (y mal que bien corrigió algunos errores) a partir de las lecciones aprendidas en décadas.
No importa mucho si se cree que las reformas comenzaron a dar resultados democráticos en 1997, cuando el PRI pierde la mayoría en San Lázaro y la izquierda gana enclaves importantísimos como la capital de la República, o si se opina que la democracia llegó solo a partir de que la oposición se hizo de la Presidencia en 2000. Porque es impensable esto último, y las sucesivas alternancias partidistas en Palacio, sin un Congreso dividido en los noventa o, para el caso, sin la conmoción por fraudes como el de 1988, crisis que obligó al régimen priista a ceder en las negociaciones.
Lo que es sustancial es que se puede advertir un continuum desde la primera reforma de gran calado, la multicitada de 1977, cuando surgieron las diputaciones plurinominales en la Cámara de Diputados hasta la última hace una década. Con más o menos calidad plural, hubo diálogo entre el partido en el gobierno y la oposición. Diálogo y negociaciones. Y cuando no, que se hubiera maltratado a una fuerza dejaba marca.
No obsta decir que en varios momentos, además de oposición partidista, las negociaciones tomaron en cuenta pronunciamientos o ideas de la sociedad civil, e incluso algunos de los integrantes de esta terminaron por convertirse en protagonistas de los cambios.
Hay toda una biblioteca sobre esas negociaciones. Algunos de esos libros son anecdóticos o coyunturales; otros, bastantes, revisiones analíticas. No es tan aventurado decir que México ha tenido tantos estudiosos de su régimen autoritario casi como de su transición.
Porque al final de cuentas son dos procesos tan conectados como las caras de una moneda: todo o mucho de lo que se negociaba ponía un ojo aspiracional en otras democracias y el otro en el retrovisor, con la esperanza de alejarse de las aberraciones de la “dictadura perfecta“.
En 2018 eso cambió. El partido que llegó al Gobierno en esa fecha bien pronto fue dando pistas de que no reconoce, y cada vez de manera más flagrante, sus triunfos electorales como una demostración de que el modelo electoral funcionaba.
Al contrario. Morena insiste en una retórica en la que sus conquistas electorales son a pesar de las leyes y las instituciones surgidas décadas atrás; a pesar de que ya les ha tocado nombrar, con su mayoría y sin entrar en descalificaciones, a consejeros (incluida la actual presidenta) del INE y magistrados.
Lo que se prefigura entonces es una sustitución de modelo electoral por uno propio para el cambio de régimen pretendido por los obradoristas. No basta con colonizar al INE como lo han hecho. Desaparecerlo es parte de una supuesta refundación nacional.