Un salario de 100 millones

Las personas mejor pagadas del planeta hicieron en su día una jugada contraintuitiva: estaban dispuestas a “conformarse con un sueldo de profesor”
Mark Zuckerberg lleva varias semanas muy ocupado leyendo complejos papers sobre inteligencia artificial. No lo hace por amor a la ciencia, sino para tomar nota de los autores y discutir su contratación en un chat de Meta llamado Recruiting Party, “la fiesta de los fichajes”. Él mismo se está encargando de escribir a algunos candidatos de la lista con ofertas descomunales que llegan a los 100 millones de dólares al año, un salario que solo ganan algunos deportistas y consejeros delegados estrella. De momento ha convencido a 11 profesionales para que se unan a su nuevo equipo de Superinteligencia. El mayor damnificado ha sido OpenAI, de donde procede buena parte del personal: “Tengo un sentimiento visceral ahora mismo, como si alguien hubiera entrado en casa a robarnos”, escribió su líder de investigación en un mensaje interno filtrado. También se acaba de incorporar el jefe del equipo, Alexandr Wang, un talento de 28 años, hijo de dos físicos inmigrantes chinos, cuya compañía, Scale AI, fue adquirida en parte el mes pasado por 14.000 millones. Le acompañará en la gestión Nat Friedman, de GitHub. Los números son enormes, pero el precio de perder el tren de la innovación es mayor aún para Meta. Y —señala The Wall Street Journal— comparado con el gigantesco coste de los centros de datos necesarios para el desarrollo de la IA, el coste humano sigue siendo muy pequeño.
Como ha escrito una cuenta humorística en X, Zuckerberg ha pasado en tres años de robarte los datos, a robarte a la novia y a robarte a los investigadores. El emperador de los nerds busca de forma agresiva a la nueva generación de superempollones que construirá el futuro. Wang, como él mismo, fue un niño prodigio que dejó la universidad porque a los 19 años ya había montado su empresa, pero el arquetipo más deseado del momento es distinto: el de un doctorado de una universidad de élite, especializado en alguna oscura rama de la ciencia, y en la veintena o la treintena. El diario económico estadounidense recuerda la anécdota de un investigador que hizo el postgrado porque no fue aceptado en Google —hoy fichado—, o el de un científico de OpenAI a quien su mentor universitario recomendó no trabajar en reconocimiento de voz porque era “un campo muerto” —tanteado por Zuckerberg—.
Nadie vio venir el salto de la IA generativa, pero tampoco que todo un campo de la ciencia decisivo para nuestro porvenir fuera a ser privatizado, con los serios peligros que conlleva. En 2010, solo el 11% de los modelos potentes se encontraban en manos privadas; 10 años después eran el 96%. Si el 70% de los doctorados en IA acaban en empresas, en 2004 solo lo hacía el 21%. Los estudiantes se rompen la cabeza pensando en las carreras con más salidas laborales, pero los mejor pagados del planeta hicieron en su día una jugada contraintuitiva. Estaban dispuestos, dicen sus círculos cercanos, a “conformarse con un sueldo de profesor”. Ahora, al parecer, tampoco valoran solo la parte económica de las propuestas, sino también la capacidad de acceder a los mejores compañeros de trabajo, chips, datos e infraestructuras: al igual que los primeros emprendedores de internet, quieren hacerse ricos, pero cambiando el mundo de paso.
En otro mensaje filtrado, el consejero delegado de OpenAI, Sam Altman, dolido por la fuga de cerebros, escribió que los “misioneros vencerán a los mercenarios”. Quizá sus investigadores estén, sencillamente, salvando de un cínico lo poco que queda de su idealismo científico.