La democracia tomada

Algo raro está ocurriendo hoy en el mundo. Es como si de pronto, de un día para otro, se hubieran cerrado determinadas puertas y se nos hubieran hurtado cosas que hasta ayer mismo eran imprescindibles para la vida cotidiana. Situaciones que antes nos resultaban familiares han dejado de tener lugar. Una conversación plácida, por ejemplo. En el ambiente político, por referirse a cuestiones de más enjundia, ya no se respeta al adversario; la idea que se impone es la de masacrarlo, y punto. Estábamos en un sitio donde era posible establecer unas rutinas, poner un poco de orden y limpiar los rincones, donde se valoraban algunas conductas o posiciones que resultaban admirables, ahora es todo como si se viviera en un programa de telebasura. De lo que se trata es de gritar un poco más que el que está gritando al lado, meter el dedo en el ojo ajeno, empujar, hacerse sitio, siempre entre risotadas, como viejos compadres que presumen de testosterona.
Hay un cuento de Julio Cortázar que abre uno de sus primeros libros, Bestiario (Debolsillo), se titula Casa tomada. Dos hermanos se van a vivir a la residencia familiar cuando tienen unos 40 años. Por las mañanas invierten un buen rato en limpiar aquel inmenso lugar donde pueden vivir hasta ocho personas sin estorbarse, luego se sientan a comer, por las tardes la hermana —Irene— se dedica todo el rato a tejer sentada en el sofá. La casa tiene una parte más retirada (“el comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes”), que está separada del resto (un baño, la cocina, los cuartos donde duermen y el living central) por una puerta de roble. Un día, el narrador escucha unos ruidos por la zona de la biblioteca o el comedor y se dirige a Irene y le dice:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Los hermanos no tienen otra alternativa que hacerse cargo de la nueva situación. No tardan en echar de menos muchas cosas que querían, los libros de literatura francesa quedaron en el otro lado, también algunas madejas de lana que Irene ya no podrá utilizar. Se dan cuenta de que también han obtenido ventajas. Ya no gastan tantas horas en la limpieza. La vida sigue. El narrador apunta: “Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar”.
Quizá sea esto lo que está ocurriendo hoy. Han tomado determinados espacios y pierde relevancia lo que se quedó al otro lado, no tiene peso, no despierta interés, es como si se hubieran cerrado los dormitorios del viejo mundo con sus utensilios dentro, perdidos de manera irremediable. No hay lugar en la vida de los hermanos para la melancolía, ni tienen un gancho al que agarrarse y tomar impulso para recuperar lo que se les ha ido. Cortázar los retrata embebidos en sus quehaceres.
De un día para otro se han ido borrando los usos que antes modulaban las formas de las democracias occidentales: el orgullo que despertaba el Estado de bienestar, la separación de poderes, los buenos modales, el respeto a las minorías y a los inmigrantes. Ahora toca empujarse, al barullo, al barullo. Quedan todavía en este lado las elecciones, eso de votar para cambiar el rumbo de las cosas. Pero si asoman un poco la oreja para escuchar algunos ruidos que llegan de Estados Unidos, ya no parece tan lejano el día en que, como ocurre en el cuento de Cortázar, venga esta vez Irene y diga: “Han tomado esta parte”. Menos mal que solo es un cuento de terror.