Fundir el bronce

De los bronceados en cuestión sabemos que uno de ellos se perpetuó en el poder como ningún otro cubano en la historia de la isla, amasando una fortuna descarada, asesinando, censurando y cancelando a miles de ciudadanos
En la ahora muy innoble e irreal Ciudad de México ha causado revuelo (más no revuelco) la remoción de las desafortunadas figuras en bronce de Fidel Castro Ruz y Ernesto Guevara de la Serna, conocido como el Ché. La súbita desaparición de esos fantasmas es polemequita más en redes que en la plaza y quizá no pase de ser una pústula más en la piel ajada de nuestra cíclica esquizofrenia urbana y monumental. Los personajes aparecían relajados en bronce -uno con pipa que fumaba a pesar de su asma y el otro con puro que dejó de fumar por más que explosivas razones-, ambos en vestuario de sus leyendas (uno de ese verde olivo que inexplicablemente ha resucitado en México con ínfulas de supuesta transformación y el otro, como si le acabaran de sacar la foto que tatuó millones de camisetas incautas) y mientras el médico frustrado convertido en guerrillero permanece ya para siempre con las piernas colgantes como en un acantilado boliviano, el otro aparecía de pierna cruzada con la desfachatez que infunde el Poder con mayúscula.
El malogrado conjunto esculpido fue removido por la actual alcaldesa de la zona antes defeña por tres razones inapelables: nunca se tramitó debidamente la instalación de las figuritas ante el Comité de Monumentos y Obras Artísticas, no existe documento que sustente tramitación o autorización de las mismas y además, los otrora combatientes reposaban bajo custodia de un trabajador irregular de la alcaldía. El Hombre Nuevo en manos de un advenedizo pasajero. Habría que añadir que la ocurrencia de congelar al Ché y a Fidel en la colonia Tabacalera intentaba conmemorar como nudo de epifanía al barrio de su conocencia, allá en tiempos del blanco y negro cuando ambos fusionaron ambiciones libertarias y se propusieron armar una Revolución que derrocara al tirano Fulgencio Batista de su prostituido palacio en La Habana sin imaginar ambos que medio siglo después de la épica legendaria, la Guantanamera barbuda y la esperanza utópica, la isla entera apenas boga en el desastre recurrente del autoritarismo, hambre, corrupción y memorización de consignas huecas que hunden lentamente cualquier ápice de lo soñado. Otra diatriba o discusión escultórica sería si se hubiera optado por fundirlos en bronce, pero sentados a la mesa del Café La Blanca, sin barbas y hablando de béisbol.
Entre las muchas luminosas enseñanzas que nos hereda el historiador Luis González y González sobresale la radiografía ecuánime y serena ante la llamada Historia de Bronce, tan proclive a la glorificación sin mácula, el engrandecimiento subjetivo donde se esculpen los perfiles de los héroes sin tallar en piedra el acné de sus errores, las llagas de sus abusos y alzando el pedestal por encima de los charcos de sangre que derramaron. No sin contrición o arrepentimientos, el saber (y sabor) ha de guiarnos en el necesario afán de bajar a los héroes de bronce de sus pedestales, desvestirlos de su retórica para conocerlos de carne y huesos… y poco a poco cambiar el paradigma necio de enaltecer con mentiritas a lo supuestamente inmaculado.
Además, de los bronceados en cuestión sabemos y padecemos que uno de ellos se perpetuó en el poder como ningún otro cubano en la historia de la isla, amasando una fortuna descarada, asesinando, censurando y cancelando a miles de ciudadanos que intentaban cantarle un contrapunto (tan cubanísimo en esencia) y religiosamente apuntalando un régimen autoritario sin libertad de asociación, de libre expresión, producción y provecho… el otro, se definió a sí mismo como “una fría máquina de matar” no como metáfora de la motocicleta retratada en sus diarios de juventud, sino como fiel resultado de la hinchazón de sus falanges por tanto gatillo accionado en fusilamientos sin juicio o bien, venganzas sangrientas luego de juicios de escaparate tropicalmente estalinistas. El Uno apodado El Caballo de soporíferos discursos y El Otro de insuflado apostolado en las montañas merecen efectivamente quedar congelados en bronce, pero como inmensos homófobos, improvisados des-administradores, pésimos contadores, descarnados impositivos, irrefrenables y ambiciosos carismáticos pero muy alejados del afán por el bien común, la concordia incluso discordante y el concierto polifónico de las voces a voz en cuello o en tinta.