López Obrador en Palenque: la Moraleja

—No son corruptos mis hijos. No hay una sola prueba —afirmó Andrés Manuel López Obrador tras un reportaje difundido por un medio informativo contra el tercero de sus hijos.
Entonces —entre anécdotas familiares, béisbol, refranes y los zapes habituales a Carlos Loret—, López Obrador devolvía las bolas curvas que buscaban ponchar a sus críos.
—Yo le doy todo lo que tengo, y mis hijos, a cambio de lo que él tiene y su familia —lo emplazaba el expresidente. Era doble o nada.
—Me va a dar mucha tristeza dejarle la quinta de Palenque, que es una herencia familiar —ironizaba Obrador mientras calculaba el precio de la casa del periodista en Valle de Bravo y sugería salvar la memoria de Rubén Darío de la afrenta de dar nombre a la calle que, en Polanco, habitan los adinerados.
Nadie le regateará bravuconería ni ingenio al macuspano.
Pero la función ha terminado.
Nada confirma mejor la jubilación de López Obrador que la soledad de los suyos. Esposa e hijos. La incomodidad con que pisan el escenario como actores de reparto. Obrador se llevó la política a Chiapas con él.
Ahí tenemos a Andy comportándose como Andy en la metrópoli japonesa.
Ahí está Beatriz y su nebulosa relación con el reino español.
Uno dispara contra el eje de las equis, la otra arremete contra el eje de las yes: el dogma de la austeridad republicana y la reivindicación obradorista en abierta guerra contra el abuso colonial.
Ambos actos —quiero decir, errores— suceden lejos del territorio nacional, pero habitan dentro de campo legal. Piezas incómodas que permanecen dentro del tablero.
Los dos episodios —mejor decir errores— son tan legales como inexpertos. Lo que dejan ver, tanto el viaje de Andy como el no viaje de Beatriz, es la orfandad política desde la que escribieron sus correspondientes misivas.
Nada confirma mejor la jubilación de López Obrador que sendas cartas que, en su tiempo, habrían pasado por un segundo —o inclusive tercer— corrector.
La primera carta echó mano de la austeridad para enseguida atragantarla con desayunos incluidos. La segunda optó por la ambigüedad, las preguntas sueltas y la falta de detalle. Contestó esto, pero no aquello. Aclaró lo uno, mientras ignoró lo otro.
Las estrategias de comunicación de ambos —las dos aisladas, las dos deficientes y, sobre todo, a destiempo— nos muestran lo obvio: nadie heredó el tejido fino que le sobraba al eje central.
Y aunque ya lo sabíamos —o ya lo advertía la lógica aristotélica que insiste que solo A es igual a A—, nadie será Andrés. Lo extraño no es la diferencia, sino la omisión: que el partido no resguarde mejor su mayor activo. Los planetas que orbitan alrededor del sol. La breve estirpe del retirado macuspano.
Y cuidarlos, en ocasiones, implicará salvarlos de ellos mismos.
Porque la significación que portan en el nombre desborda sus libertades personales. Nacieron de quien no se perteneció.
Porque ya conocemos a los periodistas —aunque no todos merezcan el nombre— de enajenada tinta que cobran por hablar.
Porque —presidenta aparte— escasean las figuras relevantes en la esfera pública, lo que tiene a tirios y troyanos con la vista fija en quien se fue.
Porque el reino entero será juzgado con la medida impuesta por él.
Porque los buscarán dañar para erosionar el legado y apellido: colgarles los fantasmas de la traición, la corrupción y el derroche. Hacer pasar por propio el dicho de la hipocresía. Siendo Andrés inmortal, se ensañarán con los mortales de carne viva.
Porque cuatro de los cinco de la estirpe viven fuera de la esfera pública y merecen diferenciado trato. No merece la misma tregua quien juega negro a quien juega blanco. El que se expone y el que calla.
Porque conocemos la historia: los líderes populares de izquierda suelen caminar la misma vereda de hostigamiento. Miren a Cristina. Miren a Lula. Ejemplos vivos de un método que se replica.
Porque poco importa si se derrumban dos o tres naipes del castillo —aunque compartan con Obrador el primer apellido o se hayan subido a tiempo al partido—, nunca serán sangre de su sangre.
Estrellas inevitables en su constelación: quien hereda el nombre, hereda la sombra.