Columnas - Alejandro Espinosa Yáñez

La calle como fábrica digital: precarización y vidas expuestas

  • Por: ALEJANDRO ESPINOSA YÁÑEZ
  • 15 DICIEMBRE 2025
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La calle como fábrica digital: precarización y vidas expuestas

La calle no sólo es una relación social: en el capitalismo contemporáneo se ha convertido en una plataforma productiva a cielo abierto. En una investigación que realizamos estudiando las condiciones de trabajo de operadores urbanos en la ciudad de Aguascalientes, lo que hace más de una década aparecía con nitidez en el trabajo de los operadores de autobuses urbanos -jornadas extensas, presión por el tiempo, desgaste físico y producción social de accidentes-, hoy se radicaliza en el trabajo de reparto por aplicación, donde la precarización deja de ser un efecto colateral para convertirse en principio organizador del trabajo.

Al referirme a las plataformas digitales, he insistido en este espacio en un punto clave: no es la tecnología la que precariza el trabajo, la precariedad es la condición que permite el despliegue de estas tecnologías. El reparto por aplicación se monta sobre una tierra arrasada por décadas de flexibilización laboral, informalidad y debilitamiento de derechos. Este sótano, en que no hay luz sobre las condiciones jurídicas de protección al trabajo, se constituye en terreno fértil para la subordinación; el algoritmo no organiza el trabajo para proteger al trabajador, sino para extraer rendimiento, acelerar ritmos y trasladar el riesgo íntegramente al cuerpo del repartidor.

La analogía con los operadores de los “asientos calientes” (por el efecto de las largas jornadas) es directa. En Tras el volante, el accidente no era una desviación, sino el resultado lógico de jornadas de hasta 16 horas, ausencia de pausas reales y presión constante por cumplir la ruta. El cansancio, la fatiga y la distracción no eran fallas individuales, sino efectos estructurales del proceso de trabajo. Pero podemos poner atención en una diferencia nada menor: la diferencia más brutal entre los operarios del transporte urbano y el destacamento de trabajadores de reparto por plataforma reside en la desprotección. Mientras los choferes de transporte público, con todas sus carencias, se encontraban formalmente insertos en una relación laboral reconocida, los repartidores de plataformas operan en una red sin protección jurídica, en el limbo. Las muertes de Edgar Zapata, Franco Almada o Emma Joncka, parte de los caídos, no son presentadas por las empresas como accidentes de trabajo, sino como infortunios individuales. Los sindicatos de repartidores lo dicen sin rodeos: se trata de “asesinatos laborales”, producidos por condiciones de trabajo que exponen deliberadamente la vida de los trabajadores.

Por ello, ahora podemos subrayar, matizando frente a los operadores del transporte colectivo, que en el reparto por aplicación ocurre lo mismo, sólo que con un ropaje distinto. El trabajo a destajo -pago por pedido- reinstala una forma histórica de explotación que se creía superada. Cada entrega se convierte en una unidad de supervivencia. La tarifa baja obliga a multiplicar pedidos, a acelerar, a asumir riesgos, a pasar el semáforo en rojo. El tiempo deja de ser vivido como duración y se transforma en amenaza: si no se corre, no se cobra; si se corre, se arriesga la vida.

En mis reflexiones sobre precarización he señalado que la plataformización del trabajo no elimina al patrón: lo vuelve ilegible. En lugar de un supervisor visible, aparece una aplicación que asigna tareas, mide desempeño y sanciona retrasos. Esta forma de control algorítmico reproduce, con mayor eficacia, la presión que en el transporte urbano ejercían los concesionarios a través del tiempo de recorrido y el número de corridas. Sin embargo, el resultado es el mismo: la intensificación del trabajo y la normalización del riesgo.

La calle, como espacio multifuncional, concentra estas tensiones. En ella se trabaja, se come mal, se descansa poco y se circula cansado (a veces muy cansado). Para los operadores de autobuses, el vehículo se convertía en comedor, baño improvisado y lugar de reposo fugaz. Para los repartidores, la mochila térmica y la motocicleta o bicicleta cumplen una función similar: son extensión del cuerpo y del tiempo de trabajo. En ambos casos, la ciudad se transforma en una jornada laboral colectiva, atravesada por fisuras que se traducen en accidentes y muertes.

La muerte de repartidores mientras trabajan -impactados por trenes, autobuses, automóviles, motos- no puede seguir siendo narrada como una sucesión de tragedias individuales. Se trata de muertes socialmente producidas, inscritas en un modelo de negocio que maximiza ganancias externalizando costos humanos. Cuando las empresas se desentienden de la protección, cuando no hay seguros frente a los riesgos de trabajo, cuando no hay salario garantizado ni jornada regulada, la muerte deja de ser un accidente y se convierte en una posibilidad real, estructural del trabajo. Para consolidar este argumento, escribíamos hace más de una decena de años, es pertinente pensar al “accidente” no solamente como un hecho azaroso, como ese hecho o accidente “que se presenta –sin desearlo, sin pensarlo- y que tiene como consecuencia un daño” (Flores, 1990), sino sobre todo como un hecho socialmente construido. Su producción obedece a que es el resultado de múltiples actividades humanas articuladas. Ésta es una forma de entender el problema que se distancia de miradas convencionales en las que el accidente es visto como un acto fortuito, porque se produjo sin intencionalidad.

PS. Palestina libre

(UAM) alexpinosa@hotmail.com



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