Gasolina: intervención y mensaje

En un momento en que los caminos del combustible en México se dividen entre lo legal y lo informal, entre lo fiscalizable y lo simulado, el anuncio de que Tamaulipas contará con 30 gasolineras estatales bajo la marca “Bienestar” no pasa desapercibido; no por la cifra, tampoco por la imagen renovada. Lo que llama la atención es el contexto en el que esta decisión ocurre. La entidad está llena de historias de gasolina que entra disfrazada de “alcohol”; diésel que se declara como “aceite”, personajes que se enriquecen al margen de las reglas y un sector energético donde las certezas escasean tanto como los litros completos.
En ese escenario, el Estado decide no retirarse, sino todo lo contrario: entrar, participar, competir, intervenir...y eso, en un terreno como el de la gasolina, tiene un peso político que no se puede ignorar. No es sólo infraestructura, no es sólo marca, es, también, un negocio y un mensaje.
Walter Julián Ángel Jiménez, secretario de Desarrollo Energético de Tamaulipas, fue claro en el Foro Latinoamericano de Refinación. La intención es cerrar el círculo, asegurar, dijo, todos los procesos de la cadena, desde el transporte hasta la venta, pasando por la comercialización y la distribución, asegurarlos con vigilancia, con marca propia, con presencia estatal.
Habrá treinta estaciones en diferentes puntos de las regiones centro y sur del estado; algunas nuevas, otras reutilizando infraestructura ya existente. Una ya ha sido adquirida y será cedida al gobierno; las demás, prometen, serán operadas con una imagen uniforme y un estándar de calidad que se reportará de manera regular.
Si el anuncio fuera estrictamente técnico, tal vez bastaría con una infografía; pero no lo es. En Tamaulipas hablar de gasolina es hablar de huachicol, y hablar de huachicol, ahora, es también hablar de lo fiscal, de las simulaciones en aduana, de los vacíos que durante años han permitido que miles de litros crucen bajo otro nombre y terminen en lugares que no aparecen en ningún mapa oficial.
Lo dijo también Walter Jiménez: en Tamaulipas se ha simulado la importación de diésel como si fuera “aceite” y de gasolina como si fuese “alcohol”. Es un secreto a voces que ha dejado de ser secreto, y que ahora, al ser dicho en público por un funcionario de alto nivel, cobra una nueva dimensión.
Frente a ese diagnóstico, el Estado no opta por el repliegue, no se limita a regular, decide participar. Y esa participación no es abstracta: tiene color, logo y estaciones físicas; tiene rostro. En lugar de vigilar el espectro de lo que huele a irregularidad, decide instalarse dentro para disputar el terreno en la prestación de servicio y recuperar confianza para surtir certeza.
Pero como todo movimiento simbólico, éste también abre interpretaciones, y muchas de ellas estarán marcadas por el momento. Hay políticos bajo sospecha, hay particulares señalados por vínculos con operaciones de contrabando en México y Estados Unidos. Hay acusaciones, investigaciones y un clima que no deja mucho margen para el beneficio de la duda. En medio de eso, cuando el tema del huachicol fiscal aparece en editoriales y foros nacionales, el Estado anuncia que tendrá su propia red de estaciones; algunos leerán eso como una buena medida, otros como un gesto arriesgado.
Para muchos será inevitable preguntarse si no se está entrando en una narrativa ya contaminada, si no se corre el riesgo de que, aunque la intención sea loable, el ruido del entorno termine ahogando el mensaje.
Porque el problema con la gasolina no está sólo en su origen, está en su trayecto, en la opacidad de los procesos, en las estaciones donde la calidad varía sin explicación, en los litros que no son litros y, también, en los rostros que nadie cuestiona. En ese sentido, la promesa de tener estaciones del Estado que reportarán la calidad de los combustibles es más que una medida técnica: es una apuesta por una nueva relación con el ciudadano.
El nombre que han elegido no es casual: Gasolineras del Bienestar. La palabra bienestar, repetida en otros tantos programas federales, carga con la promesa de algo más allá del servicio; tiene un tono aspiracional. Apunta a un beneficio colectivo, no sólo a una transacción; pero también es una palabra vulnerable. Si no se sustenta con resultados reales, puede convertirse en un eslogan desgastado. Las estaciones, por tanto, tendrán que demostrar que no son sólo un proyecto político con estética guinda; tendrán que surtir combustible y confianza al mismo tiempo. Y eso no es sencillo en un país donde tantos han fallado en esa doble misión.
Tamaulipas, clave para el comercio exterior, donde las aduanas han sido durante años un punto de tensión y sospecha, este tipo de anuncios tienen un eco distinto. Aquí, donde la logística y el contrabando se cruzan en los mismos mapas, donde los tráileres cargan tanto mercancías como incertidumbres, el mensaje político debe ser claro: estas estaciones no son una concesión disfrazada, no son un premio político y tampoco son un negocio con vocación pública. Son, o deberían ser, una estrategia legítima para competir con las malas prácticas desde dentro del sistema.
Tal vez por eso es importante que, más allá del número de estaciones, se comunique cómo garantizará su independencia operativa, cómo evitará conflictos de interés, cómo blindará los procesos de vigilancia, cómo seleccionará a quienes estarán al frente, porque en temas energéticos el problema no ha sido la falta de estaciones, sino la falta de certeza. Y la certeza no se decreta, se construye.
Este movimiento, si se maneja con rigor, puede ser una señal poderosa, pero si se deja arrastrar por la opacidad o por los intereses grises, terminará siendo una anécdota más en la larga historia del combustible que arde más por lo que representa que por lo que entrega.
Esas estaciones serán la oportunidad para que podamos ser parte de la solución sin convertirse en parte del problema. Si esas treinta estaciones lo logran, habrán hecho más que vender gasolina; habrán comenzado a vender algo más escaso: confianza.
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