Donald Trump y la izquierda en el siglo XXI

Y bien, estamos en un nuevo siglo, un momento histórico, como todos, único. Porque todos los momentos históricos son únicos. Nadie puede contradecir esta premisa, es dialéctica pura. Pienso que estamos viviendo la repetición del siglo XX de revoluciones y alteraciones geopolíticas. Mi limitado conocimiento de la historia así me lo dicta. Tan solo hay que voltear la mirada al pasado. Este, como todos, es un momento crítico de la historia mundial, una encrucijada donde las estructuras que han sostenido el orden global desde la Segunda Guerra Mundial se desmoronan, dando paso a un panorama incierto y desvergonzado, repara en esta última pala que conecto con mi visión de la Muerte del Diablo, donde la vergüenza como último bastión de la moral humana ha perdido su rumbo. Nadie tiene vergüenza ya.
Retomando a Slavoj Zizek, en su análisis filosófico sobre este momento histórico, que nos ofrece una visión para entender este cambio de era o colapso del neoliberalismo, debido a la irrupción de figuras como Donald Trump en la historia política del mundo, y que son catalizadores de un cambio inevitable, exploro lo siguiente: ¿qué significa este nuevo orden global caracterizado por la desvergüenza del poder, y cómo la izquierda debe reinventarse con pragmatismo, ética y una visión clara para evitar que el caos actual se consolide en un sistema opresivo?
La situación es trágica, pero también ofrece una chispa de esperanza si la izquierda logra abandonar sus dogmas y conectar con las aspiraciones de la gente común. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental se organizó en torno al sistema de Bretton Woods, el estado de bienestar y un orden basado en reglas que promovía la estabilidad y la cooperación internacional. Este período, marcado por un equilibrio entre crecimiento económico y protección social, fue reemplazado en las décadas de 1970 y 1980 por el neoliberalismo, un modelo que priorizó la globalización, la desregulación y el libre mercado. Estados Unidos se benefició enormemente de este sistema: el dólar se consolidó como la moneda de reserva global, y las corporaciones estadounidenses aprovecharon la mano de obra barata, tanto en China como en su propio territorio.
Sin embargo, este modelo generó desigualdades profundas. Mientras los multimillonarios prosperaban, los trabajadores industriales estadounidenses, como los del acero, enfrentaban desempleo y precariedad. El ascenso de China como potencia económica marcó el inicio del fin del neoliberalismo, exponiendo las limitaciones de un sistema que no distribuía equitativamente sus beneficios. En este contexto, Donald Trump emergió como un acelerador de un cambio que ya era inevitable. No fue una anomalía, sino un síntoma de las fallas del orden liberal democrático y del estado de bienestar. Trump identificó las grietas del neoliberalismo [la explotación de los trabajadores estadounidenses y los desequilibrios comerciales] y ofreció una narrativa proteccionista y nacionalista que resonó con un electorado frustrado, además conectado con el mundo del espectáculo que es propio de Estados Unidos.
Trump actuó, desmantelando las estructuras globalistas que habían enriquecido a las élites a costa de las clases trabajadoras. Su visión, aunque ilusoria en su nostalgia por un retorno a los años 50 con fábricas florecientes en Estados Unidos, capturó el deseo de cambio de millones que se sentían abandonados por las élites globalistas. La izquierda liberal, sin embargo, no supo responder a este descontento. En Estados Unidos, los demócratas se enfocaron en políticas identitarias y discursos dirigidos a la clase media alta, ignorando el malestar de la clase trabajadora blanca. La inauguración de Joe Biden en 2021, con su retórica de “este es el día de la democracia”, fue un intento fallido de presentar a Trump como una aberración histórica que podía ser borrada con un retorno a la normalidad.
Pero la reelección de Trump en 2024 demostró que su mensaje había calado más profundamente que las promesas vacías de los demócratas. La campaña de Biden, y más tarde la de Kamala Harris, careció de una visión clara, incapaz de competir con la narrativa de cambio radical que Trump ofrecía. En una democracia, las elecciones son una elección competitiva, y culpar a los votantes por elegir a un “hacedor de cambios” frente a un candidato que apenas podía articular una idea coherente es un error de la izquierda. Los demócratas, al jugar los juegos de la élite cultural, dejaron un vacío que Trump llenó con su retórica populista. Los demócratas, aclaro, jugaron a lo políticamente correcto, que conlleva más atavíos que libertades y fallaron.
Así, este vacío no es exclusivo de Estados Unidos. En Europa, la izquierda también ha fallado en articular una alternativa frente al auge de figuras populistas de derecha como Nigel Farage. El Brexit, por ejemplo, reflejó un rechazo a la burocracia de Bruselas, pero también dejó al Reino Unido en una posición vulnerable, potencialmente como una colonia de facto de Estados Unidos, y de todos los migrantes que están transformando a esa cultura monárquica. La Unión Europea, atrapada entre superpotencias como Estados Unidos, China y Rusia, carece de una visión política unificada. El mundo, perdón por la obviedad, se asemeja cada vez más a la distopía de “1984” de George Orwell, con tres grandes bloques [Oceanía, Eurasia y Asia Oriental] dividiendo el mundo en esferas de influencia. Líderes como Trump y Vladimir Putin comparten un lenguaje donde el poder se ejerce sin la necesidad de justificaciones hipócritas. Acuerdos tácitos permiten a cada potencia actuar con impunidad en su esfera, mientras Europa, dividida y sin un liderazgo claro, lucha por encontrar su lugar… se torna en Colonia de África.